¡Oh, compañeros!
¡Qué más apropiado sino comenzar esta reseña con exaltación!
Al igual que pasó con otras lecturas, nuestro nuevo libro
estaba rodeado de leyenda, de palabrería más o menos justificada sobre las motivaciones
de un personaje que decide poner fin a su vida por amor: el paradigma del héroe
romántico. (Óyese una pedorreta… y no una pedorreta cualquiera: una sentimental
e idealista, justo a la bajeza de las circunstancias).
Habrá quien
se sorprenda —no sé por qué estoy pensando en Gayo— si digo que Las desventuras (o «sufrimientos» o «infortunios»
o «penas» o «cuitas», según la edición) del
joven Werther no me parece una obra «pesimista». (Lo pongo entre comillas
para matizar el escándalo que pueda suscitar tal afirmación). Y es que, desde
mi punto de vista —un punto de vista distorsionado—, El túnel, por ejemplo, es novela plagada de mucha más podredumbre y
miseria humana; tanta que llega incluso a rezumar. La comparación no es para el
caso en absoluto gratuita, ya que Gayo, apoyado por Alvar, estableció un
paralelo entre ambas historias, fundamentalmente en la psicología de sus
protagonistas. ¡Ah, qué injusticia más grande! —pensaba yo entonces—, comparar
la noble sensibilidad y la sutil expresión de Werther, por muy desbordada que
sea, con la paranoia patológica de Juan Pablo Castel. Recordemos que Juan Pablo
Castel vive una relación tormentosa con una mujer a quien no conoce ni llega a
conocer; es más: desperdicia, en la memorable escena de la playa, la única
oportunidad que ella le brinda de entregarle sus sentimientos. Recordemos
también que Juan Pablo Castel fija su atención en María Iribarne porque ésta da
importancia a un detalle en principio trivial de uno de sus cuadros, un símbolo
vital para el pintor que busca ser decodificado. Y ya está, no hay más, sin más
lógica y sin mayor explicación a partir de ese momento se desarrolla una
relación amorosa sana y saludable. (Nótese la ironía). Para Werther,
simplemente, todo lo que siente por Lotte es desconocido, nuevo, demasiado
nuevo, tanto que llega a abrumarle, que le inunda, que se anega… hasta ahogarse
en pólvora. Sus sentimientos son, es cierto, exagerados, pero porque le vienen
grandes a su inexperto corazón. También sobre esto se debatió.
¿Contaba
Werther con un bagaje sentimental antes de iniciar su viaje y conocer a Lotte? Werther
se refiere en una de sus primeras cartas a un nombre de mujer, una tal Leonor.
De ella no tenemos posteriormente más noticias y no parece plausible inferir
que Werther emprenda su itinerario para olvidar una relación sentimental. Más bien
da justamente la impresión de que la susodicha Leonor no causó la menor
conmoción en el aventurero Werther. Es evidente que Lotte es quien agita por
primera vez los sentimientos de nuestro joven protagonista; y digo bien joven porque este adjetivo es tan
importante para comprender sus acciones que hasta figura en el título.
Asimismo, Borja
relacionó el libro con nuestra querida Abadía
de Northanger. No se comentó demasiado esta conexión porque el Werther es obra mucho más honda que el
simple entretenimiento literario de Jane Austen, por más que la novela de
Austen esté brillantemente escrita. Por su parte, Alvar vio semejanzas entre
Werther y Julien Sorel, el protagonista de Rojo
y negro, al sostener la hipótesis de que Stendhal pudo haberse basado en la
obra de Goethe como fuente importante de inspiración. Posiblemente en el futuro
pueda ofrecernos un estudio pormenorizado sobre estas resonancias, aunque
parece que los rasgos que vio comunes entre ambas lo son también de muchas
otras novelas que se construyen en torno a un triángulo amoroso. Yo preferí
mencionar otra emblemática obra romántica (Frankenstein)
porque, al igual que el libro de Mary Shelley, el Werther es una grandiosa muestra sobre la naturaleza humana. Para
evidenciar esta conexión recordaré tan sólo que una de las tres lecturas que
inician la educación de la criatura es precisamente Las desventuras del joven Werther. Tampoco quisiera ser muy
incisivo al respecto, pero, como tuve oportunidad de decirle personalmente a mi admirado Gayo, la
obra de Goethe tiene un poso de experiencia mucho más valioso (siempre desde mi
punto de vista) que otra novela epistolar (¡qué curioso!): Donde el corazón te lleve. (Ay, qué título más cursi… quiero decir bonito).
Mucho se
habló igualmente sobre la relación del protagonista con Dios. De sus palabras
se desprende que Werther cree en la divinidad y de ahí que trate de justificar
denodadamente su designio último, una vez que éste ha sido forjado en su
pensamiento. (Werther es consciente de que la potestad de decidir sobre la vida
humana, por más que sea la propia, no le compete). La mayoría de sus argumentos
son falaces, aunque con una apariencia de credibilidad que los hace incluso
convincentes. Así, por ejemplo, como vio muy bien Alvar —medio aplauso para él—,
la trillada imagen de la vida como camino, siendo su devenir un peregrinaje
donde lo importante no es la extensión de su recorrido, sino su culminación. De
este modo Werther se dirige a Dios para persuadirse a sí mismo de que lo fundamental
es estar junto a él, siendo intrascendente que este encuentro se produzca antes
o después. La última frase del libro, no obstante, es muy significativa de este
dilema: «Su entierro no fue acompañado por ningún sacerdote».
Bien. Los anteriores fueron los puntos de debate más
sobresalientes de la noche. Ahora me gustaría —nadie afortunadamente está aquí
para impedírmelo— resaltar cuatro aspectos en concreto que, desde la visión
general de la obra, llamaron mi atención. No me atreví a comentarlos durante la
velada cuando, al realizar algún breve apunte, notaba miradas extrañadas y
escrutadoras sobre mí:
1º. Werther
no se cree inferior a su «oponente»; es más, muchas veces sostiene convencido
que Albert no es la clase de hombre que podría hacer feliz a Lotte. Se trata de una desautomatización
(destopificación) en toda regla del ideal del héroe romántico, que suele
aspirar siempre a un «ansia perpetua de algo mejor» y situarse en postración
con respecto a la mujer (de manera similar a las relaciones establecidas por el
código de conducta del amor cortés).
2º. Lotte no
encarna —para sorpresa de muchos— el prototipo de mujer cuyo mayor divertimento
es entretenerse torturando a sus ingenuos pretendientes. Su actitud es en todo
lugar noble; si sucumbe a un instante de pasión es precisamente porque su inocente
naturaleza le impide reprimir el amor que siente por Werther en una escena
propicia para ello, merced a la lectura lírica de algunos cantos del poeta Ossian
(fragmentos necesarios, pues, desde esta perspectiva para el desarrollo de la
historia, pero insufribles para el lector posmoderno).
3º. Según lo
anterior, se aprecia que nuestro protagonista al menos goza de una efusiva
escena voluptuosa, de modo que la "imposibilidad de su amor" es un
poco menos imposible. En varias
ocasiones Werther extiende los brazos en un intento frustrado de reducir la distancia
que le separa de su amada para alcanzarla. Todo hace suponer que Werther no va
a pasar nunca de las fantasías oníricas que a buen seguro tiene sobre Lotte por
las noches (aunque de esto no se diga nada en el libro). Sorprende, pues, que
muera con algo de roce en el cuerpo, que al menos se diera el lote con Lotte. (Medio aplauso para mí
por este juego de palabras). Y lo más importante: él tiene la seguridad de que
ella le ama.
4º. La muerte
de Werther, por último, no idealiza su figura; más bien la desmitifica, le
resta heroicidad. A ello contribuye la descripción del agónico proceso de su
muerte tras la detonación del arma. (Lo observó muy acertadamente Alvar y, como
él mismo dijo, llega a resultar casi gore).
Pese a producir un fuerte impacto —también— en el lector, es una nota que concuerda
con la llamada estética romántica del "mal gusto" o de la
"degradación", constituyendo un pasaje descriptivo asombroso e
inquietante.
No quisiera
tampoco pasar por alto en estas líneas la justificación de las primeras páginas
de la novela (antes de que Werther conozca a Lotte), que Alvar juzgó tediosas.
A él digo lo que ya sugerí en su momento: que son apenas unas quince páginas
(por tanto, no excesivas) y son fundamentales para establecer un contraste
entre el modo de vida sereno y tranquilo de Werther, que le lleva a disfrutar
de los detalles más nimios de la naturaleza, y su posterior estado tormentoso.
De hecho, buena parte de la desesperación que guía a Werther a su desdichado
fin radica en que sea incapaz de volver a su anterior existencia apacible, en
que no pueda restituir la paz y la armonía vitales que le caracterizaban al
comienzo de la obra. Borja fue incluso más allá en su valoración negativa del
inicio de la obra, haciéndola extensible a toda la primera parte. Lo único que
puedo decir es que la primera parte del Werther me parece sencillamente magnífica hasta el punto de considerar
(muy exageradamente, claro) que en ella no sobra nada y todo es acierto por
parte del autor.
La represión
de estos pensamientos da buena prueba de lo incomprendido que me sentí en todo
el desarrollo de la tertulia; tan incomprendido que, después de retirarnos de
nuestro habitual punto de reunión, decidí aprovechar un momento del trayecto (íbamos
a tomarnos una sidrica por sugerencia de Gayo) en que nuestro querido Joseph se
quedaba rezagado de la marcha (por su paso renqueante) para pedirle discretamente
sus pistolas como señal de satisfacción. No caí en lo que hacía cuando se lo
estaba diciendo. Me miró como se suele mirar la inmensidad, con los ojos
abiertos y encendidos. Y pude ver entonces cómo apalancaba la muleta que
llevaba, bajaba las manos y se desabrochaba los pantalones al tiempo que me
suspiraba: «¡Toma mi pistola!». (Ayúdale con lo suyo, Señor).
Ciertamente Werther no fue
muy original en su fatal resolución.
No hay olvidar que nuestro púbero protagonista no contaba con la madurez
necesaria para arrostrar su estado, el peso de todos sus desbordados
sentimientos. Tomó, en efecto, la salida más fácil, la más vergonzante. Se
podrá no estar de acuerdo con muchos de sus pensamientos, con su manera de
actuar, con su decisión última. Más allá de justificar o atacar sus
motivaciones el mejor gesto que podemos tener con él quizás sea tan sólo
comprenderlo. (Es que el final tenía que ser grandilocuente).
Ph. Dorset
El Arco, en Tiguajaneco a 24 de
abril de 2008