


Llegaba en hora, pero allí no había todavía nadie. Como en la última ocasión, decidí apartarme del local, sentarme en uno de los bancos anexos al teatro y esperar. Un acto que desafortunadamente se está convirtiendo en costumbre dada la rigurosa puntualidad de nuestras reuniones.
¡Pero qué puedo decir de mis sensaciones antes de la llegada de mis compañeros! Realmente me sentía entusiasmado ante la perspectiva de un coloquio sobre un libro que me había sorprendido tan gratamente… tan inesperadamente.
Fue una lástima que el número de lectores descendiera casi a una mínima expresión: M, Y, A y yo fuimos los únicos que pospusimos los ineludibles compromisos estivales. Pero esto era más o menos previsible dada la época en la que nos encontrábamos. Lo que de verdad comenzó a inquietarme es que nuestro querido Y no apareciera con su séquito habitual de puros y libros. Este hecho nos impresionó a todos, pues alguna vez se ha comentado que la iniciativa de Y contribuye a crear, junto con la hora y el lugar, una situación favorable en las conversaciones literarias; y personalmente pienso que resulta agradable tener otros libros de cuerpo presente con los que relacionar la obra elegida para la ocasión. (Esto último es una sutil indirecta para que Y recupere esos hábitos que, sin ironía, apreciamos.)
Más decepcionante, sin embargo, fue saber que dos de los cuatro supervivientes tuvieran el detalle de no terminar la novela. No diré sus nombres para no herirles más, aunque el lector avispado podrá deducir enseguida que A y yo fuimos los únicos entusiasmados del coloquio. Ambos coincidíamos en que el relato de Mary Shelley nos había asombrado. Pudimos comprobar que estaba sujeto a numerosos prejuicios que no hacían atractiva su lectura y que, en gran parte, se correspondían con toda una serie de clichés que el cine se había encargado de perpetuar, ajustándose casi siempre muy poco al verdadero espíritu de la novela. En efecto, las populares adaptaciones cinematográficas han distorsionando considerablemente la historia de este «moderno prometeo» y su criatura, uno de cuyos más representativos desajustes —y esto todos lo apuntamos— es llamar al monstruo «Frankenstein» siendo éste en realidad el nombre de su creador en la ficción.
Recientemente tuve la oportunidad de visitar el clásico filme que en 1931 realizó James Whale sobre el libro. Pude así ver otras curiosas disonancias; tan curiosas como el hecho de que en la película el doctor Frankenstein no tenga por nombre de pila Victor sino Henry, de modo que el amigo del doctor que en la novela se llama Henry, en la película se llama Victor (es decir, que los nombres de estos dos personajes están intercambiados con respecto al libro —de lo más curioso, ¿verdad?—). El mismo personaje de Ygor, el ayudante gibado del doctor que, como sabemos, no aparece en la novela, es producto de sucesivas secuelas cinematográficas, ya que a la película inaugural siguieron La novia de Frankenstein, El hijo de Frankenstein, etc., etc., en las que ya ni aparecía el mítico Boris Karloff que encarnó a la criatura en la citada y famosa adaptación.
No obstante, es de justicia puntualizar que el cine sí logró algo de suma importancia: el haber dejado un icono con el que el ciudadano medio relaciona inmediatamente el nombre «Frankenstein». Todos tenemos en nuestra mente la imagen de ese ser gigantesco, de paso torpe, cabeza cuadrada, con una protuberancia metálica a cada lado del cuello —que no son tornillos ni tuercas, sino supuestos electrodos por los que la corriente eléctrica pasaría al cuerpo inanimado del engendro—, mascullando gravemente alguna palabra apenas inteligible. Esta imagen universal sí es patrimonio del cine.
Por lo demás, la película en sí, vista en su versión original, ha pasado a ser más risible que terrorífica para un espectador de hoy día demasiado acostumbrado a cadáveres y prácticas macabras, efecto que probablemente movió a aquellos cómicos ingleses, los exquisitos Monty Python, a hacer una versión paródica en El jovencito Frankenstein, película imprescindible en su género cuya sola secuencia del sacerdote ciego, interpretado por Gene Hackman, es de impagable valor.
Otra película interesante sobre el tema es Remando al viento (1988) de Gonzalo Suárez. No es que sea una cinta excepcional, pero sí que logra recoger acertadamente la atmósfera romántica que impregnaba la época. La película parte de la anécdota que dio lugar a la escritura de la novela —como explica la misma Mary Shelley en la nota que suele incorporarse al final de las ediciones de la obra— y testimonia el trágico final que tuvieran sus protagonistas: Percy B. Shelley, Lord Byron, sus hijos… a excepción de la propia Mary, curiosamente.
He aludido antes a la criatura y a su creador porque ésta fue unas de las cuestiones que más se debatieron durante la velada. En realidad, todas las nefastas consecuencias que para Victor Frankenstein tuvo la insistencia de crear vida humana se derivan de un evidente paralelismo entre su figura y la del Creador. Por todos los medios Victor trata de conseguir el principio vital, potestad que de alguna manera le acercaría a Dios, estando ésta vedada a los hombres. Es la asunción de este papel lo que lleva la tragedia a su antes apacible y tranquila vida. De hecho, una de las frases que en su momento fue eliminada por irreverente del montaje de la película de James Whale fue «Ahora sé lo que se siente al ser Dios» en el instante en que el doctor da con éxito la vida a su criatura.
Mayor controversia supuso la discusión sobre la inocencia o culpabilidad de las acciones del monstruo. Y es aquí donde se produjo el mayor desencuentro de la noche. De repente la tertulia se desvió del terreno literario a raíz de una matizada distinción entre moral y ética que Y señaló y que, acto seguido, M se encargó de secundar. Hasta tal punto el debate se alejó del texto que la conversación ni por asomo rozaba punto alguno relacionado con la novela. Se estaban dejando de lado cuestiones tan interesantes como los diferentes niveles narrativos, la verosimilitud de algunos pasajes o las motivaciones de los personajes, entre otros muchos detalles. Y tristemente la tertulia se agotó en superficialidades extraliterarias.
Esperemos que en sucesivas ocasiones la afluencia sea mayor y las intervenciones más afortunadas. Con el deseo de que esta perspectiva se produzca, quedamos emplazados hasta la próxima sesión.
PH. DORSET
El arco, en Tiguajaneco a 27 de agosto de 2007.