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Siempre me he interesado por las grandes actrices del cine clásico que aún viven. Es una de mis curiosas aficiones. Siento, por ejemplo, una profunda admiración por Maureen O'Hara y Danielle Darrieux; también por Joane Fontaine. Por eso, cuando la semana pasada conocí la noticia de su fallecimiento recordé su filmografía a modo de obituario.
Joan Fontaine murió el 15 de diciembre a los noventa y seis años, casualmente el mismo día que otro clásico del cine, Peter O'Toole. Supongo que la vida suele reservarnos este tipo de desenlaces, tan caprichosos como el destino de un personaje de ficción. Retirada desde hace décadas de la industria del cine, muchos recuerdan a Joan Foantaine como la frágil y atormentada protagonista de Rebecca. Aunque ya había debutado con pequeños papeles en títulos como Olivia (George Stevens: 1937) y Gunga Din (George Stevens: 1939), fue la primera película que Hitchcock realizó en Hollywood, entonces bajo las imposiciones del autoritario productor David O. Selznick, la que la dio a conocer al gran público y la lanzó en un rápido ascenso al estrellato. Su actuación como Sra. de Winter le valió la candidatura al Óscar en 1940; y, pese a que no lo ganó entonces, solo se demoró un año más en conseguirlo por Sospecha, otra película de Hitchcock.
La casualidad quiso que recientemente, pocas semanas antes de su fallecimiento, volviera a ver a Joan Fontaine en Sospecha. Disfruté con cada gesto de su interpretación junto a la ambigüedad sibilina de Cary Grant, su compañero de reparto; disfruté con cada mirada, cada silencio, cada ademán, cada titubeo de sus finos labios. Recuerdo haber pensado que nadie más que ella podía haber merecido ese Óscar, que la justicia, ausente en muchas ocasiones de la nómina de los grandes premios, había decidido esa vez digna y sabiamente.
Pero la película con la que me cautivó la timidez de Joan Fontaine fue Carta de una desconocida, la magistral obra de Max Ophüls basada en el relato homónimo de Stefan Zweig. Su actuación recoge con fidelidad el apocamiento, la inseguridad y el frágil desánimo que esconden, bajo su quebradiza apariencia, una obcecada resistencia y templanza sentimental. Carta de una desconocida forma parte de mi decálago de grandes películas y Joan Fontaine, al igual que la maestría de Ophüls en la dirección, tienen mucho que ver en ello.
Recordando a Joan Fontaine, ayer quise homenajearla viendo Alma rebelde (Robert
Stevenson: 1944), una adaptación de Jane Eyre en la que la actriz daba vida a la heroína de Charlotte Brönte. La ambientación lúgubre de la
mansión de Gateshead, el rodaje en exteriores --insólito para la época-- y
la presencia inquietante de Orson Welles como Sr. de Rochester
convierten en memorable la versión de la novela. Al ver la película y analizar con detalle cada uno de los movimientos de Fontaine, vi claramente algo que ya intuía: que en casi todos sus grandes papeles, más allá de las características psicológicas de sus personajes,
Joan Fontaine transmite siempre esa imagen de reacia indefensión propia de la
complejidad del ser humano, una reunión de debilidad y fortaleza, de dudas y
resoluciones, de vaivenes interiores y responsabilidades. Quizá la comparación resulte arbitraria, pero la misma sensación la he encontrado, entre los actores,
en los personajes encarnados por Montgomery Clift. Creo que hay un ímpetu bajo la vulnerable apostura de ambos que entraña un temperamento obstinado.
Hay en la vida de Joan Fontaine un anecdotario morboso por el que sin duda será igualmente recordada: su relación con la también actriz y hermana mayor Olivia de Havilland, con la que no se habló durante los últimos treinta años de su vida. Las versiones sobre esta enemistad fraternal son dispares y discrepan según el punto de vista, pero casi todas apuntan a una rivalidad alimentada y viciada por su propia madre desde la infancia. Las malas lenguas aseguran que era su mutuo odio el que las mantenía vivas siendo nonagenarias, esperando cada una a que la otra muriera primero como último éxito frente al público. Me pregunto ahora cómo supo Olivia de Havilland que su hermana pequeña había fallecido y cuál fue su reacción al conocer la noticia.
Lejos de la malsana palabrería, mi deslavazado tributo a Joan Fontaine ha de finalizar con una muestra de su talento, de su capacidad para conmovernos sin esfuerzo. Sirva el comienzo de Carta de una desconocida para compartir mi admiración por esta actriz de otra época, cuando las actuaciones, y no los medios técnicos, eran los pilares sobre los que sustentaban las grandes películas, los que decidían con el tiempo si una obra perduraba o se perdía en el olvido.
Y un hermoso homenaje en imágenes a toda su carrera: