viernes, 19 de agosto de 2011

SI puedes reinar como hombre...


Hace unas semanas liquidé una de mis incontables deudas con el cine. Muchas veces me habían recomendado The Man Who Would Be king (John Huston: 1975), y muchas veces pospuse, por no sé qué razones, la oportunidad de sumergirme en la película. Ahora me alegro de no haber demorado por más tiempo aquella recomendación.


Cuando me enfrento a una sesión de cine, aún hoy mantengo una expectativa que me ayuda a desplegar esa capa impermeable que aisla de la realidad y permite mirar a través de las ventanas de la ficción. Poco importa entonces lo que sucede alrededor durante aproximadamente dos horas. Si el clima y las tensiones entre lo ficticio y lo real se rompen, la película de algún modo —quizás en su modo más esencial— fracasa. Uno de los detalles que evidencia esta ruptura, aparte de un notable aburrimiento, es la consulta reiterada del tiempo. No mirar el reloj ni un instante es un síntoma de que la película ha subyugado al espectador, un indicio de que la elección fue un éxito, de que el tiempo ha sido invertido y no extraviado en vano.


Así ocurrió con El hombre que pudo reinar. Desde el primer minuto de la cinta, pequeños detalles nos indican que un minucioso mecanismo discursivo nos hará disfrutar y emocionarnos con la historia de los protagonistas, sus sueños, lances, victorias y derrotas. El hombre que pudo reinar es una película plagada de matices, pero en esencia un relato sobre la amistad; amistad entre dos compañeros de armas y batallas, amistad incondicional capaz de perdonar las debilidades más humanas e inoportunas, aquellas que conducen a un final ingrato y no obstante nos enseña que la experiencia, incluso si acaba trágicamente, puede merecer el pago de la tribulación. Cuando Danny Dravot le pregunta a Peachy Carnehan, al límite del precipio, si podrá perdonarle, el bueno de Peachy no hace sino decir: «Claro que sí, ¡de todo corazón! Somos amigos, Danny, para bien o para mal». Pocas veces dos rufianes han inspirado tanta conmiseración.




Para comprender los numerosos logros de esta película —en ningún caso resultado de un producto fortuito—, tan sólo hemos de reparar en el triángulo interpretativo encarnado por Michael Caine, Sean Connery y Christopher Plummer (este último en el papel de Kipling, el autor real —biográfico— de la obra, que aparece así ficcionalizado) y en la maestría de John Huston para dirigirlo. Elementos procedentes del relato legendario no impiden, por ejemplo, que demos credibilidad a cuanto vemos. La capacidad para insertar peripecias que hacen avanzar la historia, cuando tememos que su trama haya quedado estancada, es de hecho uno de sus aciertos argumentales. Ante esta habilidad narrativa, hemos de sacrificar, o aceptar, la verosimilitud de ciertos acontecimientos, que nunca, por otra parte, dejan de ser plausibles. Incluso al final algo nos hace dudar razonablemente de la credibilidad de todo el relato del tullido Peachy, que tanta piedad nos comunica. Esta indeterminación, la posibilidad de una lectura subrepticia, y la vibración emocional que de ella se deriva es otro de los triunfos de El hombre que pudo reinar. En efecto, la sensación de que un entrañable truhán, pese a la situación de infortunio que nos muestra, nos esté tomando el pelo sin que lleguemos nunca a una respuesta segura, engrandece el legado del filme.


No es tampoco casual, a la hora de entender las razones del éxito, que Huston fuera un experto en llevar a la gran pantalla obras literarias aclamadas por crítica y público, tanto clásicas como coetáneas, y que dichas versiones emularan la categoría de sus autores, cuando no ayudaban a impulsar más su repercusión. Únicamente hay que echar un vistazo a su filmografía para comprobarlo. Debutó en el cine como realizador con El halcón maltés (1941) partiendo de la exitosa novela de Dashiell Hammett, para muchos la primera película perteneciente al llamado cine negro y lanzadera de Humphrey Bogart al estrellato que más tarde lo convertiría en mito; mientras que su última obra, Dublineses (1987), sublime testamento fílmico que germina con uno de los finales más catárticos de todos los tiempos, se inspira directamente en el relato de James Joyce «Los muertos».


Curiosamente el vínculo entre cine y literatura hizo que me interesara por la figura del escritor británico Rudyard Kipling, su exótica vida (Bombay, 1865 – Londres, 1936) y su célebre obra premiada con el Nobel de Literatura en 1907. Recordé así uno de sus poemas más emblemáticos. Popularizado por canciones, y también por la televisión en los últimos años, If es uno de esos poemas que posiblemente todos los estudiantes de literatura inglesa leen y estudian en algún momento de su carrera. Aunque reconozco aquí que mi dominio académico no alcanza el grado de maestría —se limita a una mera comunicación de base— en lo que a la lengua inglesa se refiere, mi inquietud por ciertos aspectos formales del idioma suele acercarme a las ediciones bilingües, en especial cuando se trata de poesía. Al realizar este tipo de operaciones, a menudo he apreciado un desajuste importante de significado contrastando el original con la traducción en la elección de tal o cual término, en la composición de este u otro sintagma. A veces el ansia por una rígida equivalencia entre lenguas, a efectos de métrica y prosodia, desfigura en exceso el sentido poemático y el verso en el que este cobra vida. Precisamente al cotejar varias traducciones de If no encontré ninguna que colmase mis necesidades estéticas, pese a la sencillez que caracteriza la mayor parte de su expresión. Por este motivo decidí montar mi propia versión del poema compilando versos y añadiendo alguna modificación léxica propia que satisfaciese por completo mi lectura. Podría decirse, para hacer justicia a la verdad, que la traducción resultante es de naturaleza ecléctica, se limita a alguna modesta aportación y se basa sobre todo en un respeto intuitivo del ritmo y su sustancia poemática. La incluyo en esta entrada como testimonio de una reflexión, rogándoles de antemano que sean benévolos en su juicio. Tan sólo déjense arrastrar ahora por la fuerza motivacional de este caudal poético, uno de los grandes ejemplos de elocuencia y sugestión en literatura que quizás les recuerde, como a mí, aquel hombre que pudo ser rey.



SI…

(Rudyard Kipling: 1895)


Si puedes mantener la cabeza cuando a tu alrededor

Todos la pierden y te culpan por ello,

Si puedes confiar en ti mismo cuando los demás dudan de ti

Pero también tienes en cuenta sus dudas;

Si puedes esperar y no cansarte en la espera,

O siendo engañado, no pactar con mentiras,

O siendo odiado, no dar cabida al odio,

Y sin embargo no parecer demasiado bueno ni demasiado sabio…


Si puedes soñar —y no dejar que los sueños te dominen,

Si puedes pensar —y no hacer de los pensamientos tu objetivo,

Si puedes encontrarte con el Triunfo y el Desastre

Y tratar a estos dos impostores de igual manera;

Si puedes soportar oír la verdad que has dicho

tergiversada por bribones para hacer una trampa de necios,

O contemplar, destrozadas, las cosas a las que habías dedicado tu vida,

Y arrodillarte y reconstruirlas con herramientas desgastadas…


Si puedes hacer un montón con todas tus ganancias

Y arriesgarlo en una sola tirada a cara o cruz,

Y perder, y comenzar otra vez desde el principio

Sin mencionar nunca una palabra sobre tu pérdida;

Si puedes obligar a tu corazón, nervios y músculos

A obedecerte un momento mucho después de que hayan desfallecido,

Y así continuar cuando ya no queda nada en ti

Salvo la Voluntad que les dice: «¡Continuad!»


Si puedes hablar con la multitud y conservar tu honradez,

O pasear junto a Reyes —y tampoco perder la naturalidad,

Si ni los enemigos ni los buenos amigos pueden herirte,

Si todos los hombres cuentan contigo, pero ninguno demasiado;

Si puedes ocupar el implacable minuto

Recorriendo una distancia que merezca los sesenta segundos,

Tuya es la Tierra y todo cuanto hay en ella,

y —lo que es más— ¡serás un Hombre, hijo mío!